Desde dónde fotografiamos. Esa es la cuestión. O dicho de otro modo, el ángulo, el punto en el espacio desde el cual nos posicionamos para hacer cada toma. Puede ser parados, sentados, más o menos agachados, o directamente tirados en el piso. Ahora incluso disponemos de herramientas que nos brindan la posibilidad de fotografiar desde ángulos anteriormente inalcanzables, como los drones.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando fotografiamos vida salvaje? Aquí nos adentramos en un capítulo que tiene, como todos los demás, sus particularidades. La primera es que, salvo excepciones como los grandes mamíferos, en general los habitantes de nuestro planeta -que no pertenecen a nuestra especie- suelen ser más bajos que nosotros. El problema es que muchas veces cometemos el error de no elegir correctamente la altura desde la cual fotografiamos a un animal o insecto.
¿Y por qué ocurre esto? Aquí surge otra particularidad: el esfuerzo físico requerido. Para fotografiar a un ave en el piso, a una vizcacha o a un zorro, seguramente tendremos que arrojarnos al suelo o, mínimamente, enchastrarnos un poco, algo que no a todo el mundo le agrada. Pero atentos, que el esfuerzo trae su recompensa. Cuando fotografiamos desde una altura o punto de vista bajo, el fondo se vuelve más manejable, facilitando que el sujeto principal pueda aislarse claramente del entorno. De esta manera, logramos que el espectador mantenga su atención en el sujeto principal, sin distracciones del fondo o de elementos secundarios.
En suma, cuando fotografiamos a un sujeto desde un ángulo pronunciado, por ejemplo desde 45 grados, estamos incluyendo demasiado suelo o superficie de agua en la toma. Esto genera que nuestra profundidad de campo trabaje en contra, ya que las distancias de la cámara al sujeto, y de la cámara al fondo, resultan similares. Por el contrario, si fotografiamos al nivel de los ojos, colocando el eje de nuestro lente paralelo a la superficie, obtendremos una distancia mayor entre la cámara y el fondo, facilitando un desenfoque mucho más agradable y controlado.
Ahora bien, si nuestro sujeto estuviera en el agua, ¿cómo podríamos mantener nuestro lente paralelo a la superficie? Muy sencillo, usando un hidrohide, que nos permite tener el lente a pocos centímetros del agua y hacer tomas que de otro modo serían imposibles. Otra ventaja del hidrohide es la posibilidad de desplazarnos sigilosamente en el agua sin atraer tanto la atención como lo haríamos desde un bote o desde tierra usando un trípode. Sin embargo, también debemos considerar sus limitaciones y riesgos, pues solo debería utilizarse en aguas tranquilas y sin habitantes potencialmente peligrosos para nuestra integridad física, como ciertos reptiles.
Finalmente, llegamos a un detalle clave: al usar el hidrohide, así como en cualquier otro entorno de vida salvaje, debemos movernos con suma paciencia y sigilo. Debemos mimetizarnos con el ambiente hasta ser percibidos por sus habitantes como un elemento más, uno que no representa una amenaza o razón para alejarse.
En definitiva, para acercarnos a la toma ideal de vida salvaje, tendremos que seleccionar cuidadosamente nuestro ángulo de toma, estar dispuestos a abandonar la comodidad, y cultivar una gran dosis de paciencia.
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